martes, 22 de diciembre de 2009

El Encuentro I

Con los pies casi llagados por una larga caminata en la arena ardiente, encontré a Don Ángel y a Don Roberto platicando en la playa y al poco compartía su queso y su cerveza. Una graciosa consecución de azares me hizo topar con ellos en un viaje teñido de encuentros.

En el guiño que convierte un lunes en martes, el editor del periódico para el que trabajo me dijo que si no me tomaba una semana de vacaciones perdería toda oportunidad en lo que restaba del año.

El martes, temprano, llené una mochila con mudas de playa y tomé un taxi al aeropuerto. A veces, las muchas, me gusta viajar solo, hay algo fascinante en arrojar los dados sin testigo ni cómplice.

La tarifa aérea más barata tenía como destino las playas de Zihuatanejo. Una hora y media después estaba desembarcando en la humedad fulminante de la playa guerrerense y al cabo de un rato bebía mi primer cerveza en el muelle principal, donde dos gringos mamados me invitaron a comer antes de abordar el buque gay que los llevaría a relamer cada rincón del pacífico mexicano. No soy homofóbico pero la presencia de algunos putitos sí me mortifica.

Las bahías que tienen más gafas de sol que gaviotas me aburren. Luego de tirar unos clics en el embarcadero le pedí a un taxista que me llevara a su restaurante favorito. Terminé en el Comedor de Yolanda, y para tener tanto sin probar camarón su sabor fue todo un reencuentro. Uno de varios que tendría en ese viaje.

En cuestión de horas Zihuatanejo no tuvo más que ofrecer. Y como la mejor guía de viajero es la que pasa de boca en boca, al otro día tome una micro a un lugar llamado Playa Larga.

Ahí encontré, platicando bajo una palapa, a Don Ángel y a Don Roberto, con quienes fue sencillo encontrar alojamiento en una de las escasas habitaciones disponibles en kilómetros de playa sin docenas de vendedores.

Ángel Van Vooren, sesentón de cabello ligeramente anacarado, con dos hoyuelos en el rostro enmarcados por unos densos ojos verdes, flacucho, jorobado, separado, vuelto a casar y vuelto a ser padre de una pequeña que pudiera ser su nieta, pero sobretodo buen anfitrión.

Roberto andaba en los sesentayvarios; una copia chilanga de George Lucas, sonriente priísta de clóset, padre, abuelo, burócrata pícaro, glotón como el que más, pero sobretodo buen anfitrión.

Bastó una charla para que esos dos rucos llenos de vida fueran mi compañía durante el resto del viaje que también tuvo un paseo por el manglar del lugar, un masaje con aceite de coco y muchas fotos de palmeras, unas fulgurantes, otras tantas caídas tras el rayo implacable de la temporada de lluvias. Bebimos como los grandes, comimos en abundancia, cantamos las de José José y Julio Jaramillo tendiendo el oleaje como única pauta. Una noche terminamos bailando danzones de a 15 varos en un cabaret llamado el Jaguar Rojo y al día siguiente la diversión no fue menos curándonosla en una cantina en el centro de Zihua con refrescantes serpientes de cebada reptando a través de nuestras gargantas.

Las dos últimas noches las pasé en un sillón de la casa Van Vooren, linaje de Don Ángel, para quien por cierto hubiera sido una ofensa que siguiera pagando el hostalito de Malena.

-No chingue Don Ángel, repita lo que acaba de decir para anotarlo

-No me acuerdo ni qué dije

Con unas copas encima, los ojos llorosos de Don Ángel retaban la sequedad en la bahía justo al verso término que dejó dos testigos boquiabiertos. Relatos sobre andanzas de toda una vida de playas vírgenes plagadas de anécdotas y nostalgias náuticas.

Y no, no recuerdo las palabras exactas que durante algunos segundos parecieron juntar a Borges, Benedetti y Buesa en boca de un pescador retirado. Me quedo con la sensación como otro encuentro, aunque no el más significativo de ese viaje.

Poco antes de emprender el regreso a la altura toluqueña cumplí con la manda que había de hacer en cuanto supe que mi destino me llevaría a Zihuatanejo, pero ese es otro post.

Un buen pensamiento para los viejos.

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