lunes, 25 de agosto de 2014

Sentirse Extranjero En México

Hace un calor bárbaro cuando aterrizo en Pahuatlán, el pueblo donde convergieron totonacas, nahuas y otomíes. Vengo de Zacatlán y mi destino es Xicotepec, cruzando la sierra poblana. Es muy cerca de ahí, en Atla, donde siglos de historia me devoran hasta llevarme a este viaje fantástico en el tiempo. 
La pequeña comunidad de Atla va en mis recuerdos como uno de los lugares donde más me he sentido extranjero recorriendo mi país.
La jornada inicia con un almuerzo de tamales y jugo de jobo en Pahuatlán, el lugar donde según las leyendas, los frailes agustinos casaron a 50 hombres nahuas con 50 mujeres otomíes para aligerar las rencillas étnicas que datan de cuando las tribus totonacas abandonaron la zona.
Pahuatlán existe oficialmente desde 1862, pero ya en 1532 había sido fundado por frailes. Esbozo épicas aventuras pensando en lo complicado que es llegar vía carretera a este pueblo enclavado en las montañas, pues hace siglos el trayecto en caballos y mulas debió ser una auténtica proeza. Con este pinche calor todavía más.
No toma mucho caminar el centro y sus lindas callecitas aledañas en las que hay talleres de peletería y bodegones de café en este lugar en el que los asuntos citadinos parecen nunca haber llegado.
Entre todos estos locales, cascadas de piedras descienden por las calles debido a que desde su nominación como Pueblo Mágico, Pahuatlán recibió una buena lana para que lo arreglen, así que están emparejando calles y banquetas que han de darle otro toque.
Comienzo a pedir referencias para ir a San Pablito, uno de los lugares donde se elabora el papel amate desde los tiempos en que los antiguos plasmaban palabras pintadas, lo que es lo mismo, los códices.
Pero una charla a un costado del kiosko de Pahuatlán da un súbito vuelco a esta visita. En lo que dura un helado en cono, converso con un carnal al cual pregunto sobre la tradición de los voladores, luego de ver que a un costado del Templo de Santiago Apóstol hay un tronco de estos enormes en el que los súper héroes locales descienden en círculos.
"De hecho yo soy volador, pero ando de descanso", repone mi interlocutor, quien en lugar de lucir su atavío tradicional, trae puesta una playera azul cielo que dice Aeropostales. Vaya alegoría.
"Me toca volar la semana que entra", dice, quizás sin notar mi ceja izquierda bien levantada. Su papá, tíos, abuelos, todos en la familia han sido voladores. "Y los papás de ellos creo que también, eso nos platicaban".
Entonces, lo que empieza como una charla informal termina dándome el código para abordar la máquina del tiempo y probar suerte de ver la tradición viva existente en la zona que fue parte del señorío de Totonacapan, cuna de los voladores.
"Mis primos también son voladores, si quieres, aquí adelante hay un pueblo que se llama Atla, hoy es la fiesta del pueblo y ahí van a volar ellos… te echas un molito", indica sin dejar de decir que me acompañaría de no ser porque tiene que salir del pueblo.
Me quito entonces la idea las opciones de San Pablito, el mirador de Ahíla y el Cerro del Cirio. Me toma una media hora de terracerías llegar a Atla. Durante el trayecto, ancianos vienen y van, solos, deambulando entre la maleza, a veces en caminitos escarpados que parecen no llevar a ningún lugar. 
Autobuses abandonados entre maleza. El panteón de la comunidad que se confunde con las milpas da la sensación de estar siendo devorado por otro mundo. Qué emoción.
Pese a que me estaciono a un par de cuadras de la Iglesia, todos notan mi presencia, el color de mi piel y mi estatura. Y eso que no he sacado la cámara para tirar unos clicks.
Es incómodo en principio. Aun cuando se quiere pasar desapercibido, no se puede. Cada palabra en nahuatl me distancia más y más, pero sonrío y procuro cruzar palabra con quien se deje. Al poco se van llenando las calles de los vecinos de la zona para comenzar los festejos.
Se me cae la baba al entrar a la Iglesia. Y se me pone la piel chinita al recordarlo.
La parroquia dista mucho de las joyas arquitectónicas y artísticas de la Puebla de los elegantes ángeles, hasta en eso hay una brecha enorme. 

Sus arreglos para la festividad, nunca antes vistos. De cada imagen religiosa penden finos listones con bordados de pan de amasijo. Cada retablo se reviste con flores, hojas de maíz, peras y piñas. Del techo cuelgan pencas de plátano. Copales, inciensos, aromas de café y chocolate. Observo una de las pocas esculturas de un santo con el deliberado semblante indígena. El sincretismo religioso en su acepción más pura.
Comienza el ritual con media docena de jóvenes arrancando con la danza, a todas luces de estilo prehispánico. El mayordomo, con una pequeña flauta y un tamborcito, va dando pauta para que los ídolos católicos salgan cargados en hombros, como cada año, a recorrer las calles del pueblo. No me sorprendería que las diócesis oficiales consideraran esto paganismo y herejía.
Hubo algún desperfecto con la colocación del tronco para los voladores. No habrá vuelo, pero a cambio, los jóvenes ofrecen bailar sin parar hasta entrada la madrugada. Absolutamente todos se suman a la peregrinación.
Al regreso de los ídolos a su recinto, arranca otro ritual igualmente fascinante. Nunca creí que vería en vivo una Danza del Tejonero. Nunca me sentí tan extranjero conociendo mi país, pienso al tiempo que evoco a Descartes. Quien emplea demasiado tiempo en viajar termina siendo extranjero en su propio país.
Una docena de ancianos ataviados en faldas, máscaras y paliacates bailan en torno a una cortina circular de la que salen marionetas aplaudidoras. Siglos después, el ritual al maíz en el que se ahuyentan los espíritus del pájaro carpintero y el tejón para salvaguardar la cosecha, continúa viva. ¡Viva!
De a poco me sumerjo en la fiesta en la que todos forman parte. Aunque hay quien me invita a danzar, alguien con autoridad en el tema le responde que no tengo los méritos para hacerlo, así que aguardo mientras arranca el festín de comida en el que también termino invitado. En este sí participo cobijado por sonrisas que me ponen una pieza de guajolote con el mole rojo más delicioso que he probado y tacos de carnitas. Pulque y Big Cola para acompañar.
A un costado de la Iglesia, el zumbido en náhuatl de un grupo de personas da la sensación de ser parte de la celebración en la que huacales llenos de guajolotes hervidos, frijoles y cestos de tortillas hechas a mano se apilan junto a petates, molcajetes y tinajas. La mujer frente a la que como me dice en español a medio hablar que habría sido una ofensa muy grande no aceptar la comida. "Aquí comen todos, es la fiesta, ¡mamá, más frijoles!". No mamar, qué belleza, ¡cuánta fortuna he tenido de llegar a este lugar!
Un puñado de niñas en traje típico pasa corriendo junto a mí, todas con canastas llenas de alcatraces. No se me están haciendo las de cocodrilo, nada más es una de las fiestas más bonitas que he presenciado, metiéndose en mis ojos.
Un par de ellas piden permiso a sus madres una vez que les pido que se estén quietas un minuto para tomarles una foto. Las señoras asienten, intercambiando sonrisas con el forastero. Al poco también bailan junto a otras niñas un poco más grandes de la Telesecundaria de Atla que prepararon un número de lujo para la ocasión.
Salgo del pueblo antes que se consume la noche. Aunque también quedo invitado al baile, sé que los ríos de alcohol que ya corren entre los hombres pueden devenir en alguna malacopés sobre este forastero. Porque en este México no queda más que ser expectador y maravillarse, pero sin molestar. Por si fuera poco, me arde la cara de vergüenza de solo hablar español, cuando casi nadie acá lo masca.
Cae la noche sobre Xolotla, en plena sierra, con apenas la luz natural necesaria para echar la tienda de campaña y pensar en cuán provechosa puede ser una nieve y una plática, dejándose llevar por corazonadas, comprobando que el humano es tan diverso que basta perderse pocas horas para hallarse en nuevosmundos / viejosmundos, maravillado por la sensación de descubrir mundos dentro de mundos. Una ecuación fantástica.
A la mañana siguiente, después de cruzar caminitos terrosos inhóspitos, tendré que encontrar el asfalto prometido de la carretera Huauchinango - Xicotepec, la puerta de salida de este fabuloso viaje en el tiempo. Y ahí, un café mañanero con vista a la presa de Nuevo Necaxa. A ver mapa, ¿a dónde me llevas ahora?

miércoles, 13 de agosto de 2014

Volver A Baja

Antes de hacer cualquier otro comentario, anticipo que Baja California me pareció caro, tardado y la gente es bien mamoncita, salvo la que ya conozcas.
Por supuesto que no generalizo, pero uno opina de cómo le fue en la feria. Y luego de este viaje relámpago, tengo una espina muy grande por botar. He de volver para cometer otros errores, que no los mismos. Y estoy seguro que será mucho mejor que esta primer experiencia, ya que en el viaje como preparando canelones, echando a perder se aprende.
En cosa de tres semanas hice Baja de punta a punta. Tijuana a Los Cabos en transporte público. Una odisea los cerca de 2 mil kilómetros hechos sin previa planeación más que la de nombres de pueblos anotados en una libreta.
Viajar siempre es improvisar.
*Para algunos recorridos no utilicé cámara fotográfica por razones de seguridad o de libertad de movimiento, disculpe usted la molestia gráfica que esto le ocasiona*

TIJUANA
Aceras enormes, grafitti, gente malvibrosa, turismo gringo de quinta, comida cara e insípida, eso y un poco más es Tijuana. Pero también es fascinante.
La primer imagen impresa en la mente de quien visite la última esquina de México y Latinoamérica, es la que brinca al bajar del avión. La puerta de salida del aeropuerto sorraja ese muro rojizo percudido por el polvo por el que a diario se juegan el pellejo tantos y tantos.
De nada sirven los sitios de taxi, si a una cuadra pasa el camión para irse al centro, donde por cierto no existen hostales y los hotelitos son austeros, incómodos y caros en su relación calidad - precio. Por más austero que se busque, la respuesta son cuartuchos que te hacen sentir la experiencia ilegal.

Al caminar Avenida Revolución se sabe que se está México por la pura división política. Mucha gente pretende que no habla español, pese a que los puestos de burritos escupen corridos norteños y en las calles ofrecen cualquier vicio para cualquier bolsillo en inglés, español y spanglish.
A propósito de vicios, esa extraña fascinación por lo decadente me lleva a caminar por la zona roja de Tijuana. Me siento en "Adiós A Las Vegas" con presupuesto de teledrama peruano. De los clubes nocturnos salen mujerzuelas nada agraciadas queriendo convencer a sus menos agraciados clientes gringos que se queden un rato más, pese a que ya es mediodía. Yo que me creía parrandero.
Cruzo el lugar cuidando no observar demasiado a los borrachitos banqueteros y a las boleteras que ofrecen diversión garantizada. Ya me imagino el papelón que hizo el pitcher ligamayorista Esteban Loaiza cuando fue detenido en este lugar, a mediados del 2013, por escandalizar la vía pública.
Esta zona de tolerancia tiene más de 30 años de existir y en ella, de acuerdo a reportes periodísticos, se pueden conseguir todas las drogas existentes y servicios sexuales de todo tipo, que incluyen menores de edad en la calle Coahuila. Paso sin ver, pero en parte por ello me explico que Tijuana recibe a casi 20 millones de turistas al año, la mayoría gringos de pocamonta con serias intenciones de mal portarse.

Después de la Avenida Negrete, cuatro fulanos me ven de lo feo, pero de lo más feo, mientras hago que no los he visto. Son cuatro sujetos cuya imagen debería ir debajo de la definición de "Cholo" en cualquier diccionario. Ropa holgada, cadenotas doradas, piel morena, bigote delgado y una grabadora reproduciendo Hip Hop y Gangsta Rap. No es hasta que reparo que traigo puesto mi chaleco Thrasher que comprendo a que aquí el estereotipo se toma en serio. Gracias a los dioses del Metal por dejarme salir ileso de este lugar.
Prácticamente no he visto a ningún tijuanense sonreir bajo la cachucha percudida y sobre las botas industriales, aunque el sentimiento lo dejan para muros y aerosoles.
TQ TJ
Te quiero Tijuana.
Por todas partes está grafitteada esta leyenda en esta ciudad atiborrada de olor a orines, cochambre, bazares de ropa usada y herramienta de dudosa procedencia, aunque sé que esta zona popular deberá diferir de muchas otras partes más seguras y bellas de la ciudad que por puro gusto no conoceré. La decadencia también tiene su estética.
A la vuelta a la zona de tránsito constante, evito carcajear después que me indican que cuesta 5 dólares tomarse una foto con el mentado burro-cebra y el zarape que hay para divertimento de los turistas. En los locales que se ufanan de vender artesanías no venden más que chucherías chinas y playeras de mala calidad que se encuentran en cualquier tianguis chilango. Todo es caro, incluyendo la comida más austera en el mercado.

Casi abandono Tijuana en el limbo de la 5 y la 10 por la que transitan miles de migrantes, queriendo llegar al sueño americano, haciendo de esto una pequeña Babel de distintos acentos españoles centroamericanos. Una población flotante abrumadora, aun cuando es la sexta ciudad más poblada del país.
Tijuana es un sueño mórbido, más no una pesadilla.

ROSARITO
El arranque de la ruta hacia el Sur tiene como primer escala las playas de Rosarito. Son playas públicas, limpias, pero grisáceas. Luego que el micro me deja en la zona del malecón en un trayecto que recorre 25 kilómetros en casi dos horas, me adentro hacia la playa mientras tarareo la canción de La Barranca con el mismo nombre.

Caminamos por el viejo malecón, entre barcos oxidados por la sal, todo el tiempo ibas diciendo que el país camina para atrás...
Detengo el canto cuando observo a una pareja tomándose fotos y lanzo una elegía.
Rosarito también es un lugar pensado para gringos. Es fácil darse cuenta al caminar algunas cuadras y observar grandes discotecas decoradas con zarapes multicolores y pizarrones con promociones de tequila shots and fajitas. Lo curioso es que todos los bares están cerrados pese a ser viernes. Eso se debe a que no es temporada alta y faltan varias semanas para que lleguen las hordas de springbreakers a perder el estilo.
Paso medio día a duras penas en Rosarito. Reservo toda el hambre hasta la llegada a Puerto Nuevo, que es un paraje famosísimo por la preparación de langosta a pocos kilómetros de distancia. A cambio de 50 dólares obtengo un festín que pareciera un exceso si se toma en cuenta los festines de 50 pesos que he tenido en otras partes del país, pero no está mal darse este gustito, una vez que a través del Whatsapp, mi carnal Oscar me sugiere el Puerto Nuevo I entre unos 60 restaurantes con la misma especialidad.
Mi mesero se pone furioso al ver que no dejo 10 dólares de propina, pese a la tardanza y la jetota que se carga. Abandono el lugar a bordo de otra micro que parece camioneta del SEMEFO vitaminada y donde suenan los Tucanes de Tijuana a todo volumen.

MEXICALI
Lo más chingón que hay en Mexicali es el pedazo de la carretera que corresponde a La Rumorosa mientras se atraviesa por Tecate.
Aquí, literalmente, se siente uno explorando Marte, ya que sus formaciones rocosas y los desfiladeros que forman curvas exageradas de asfalto dan una sensación sinigual.

Lo único malo de pasar por aquí es que viajando en autobús, no hay modo de detenerse a extender una tienda de campaña y parar en cada mirador. Una de mis cuentas pendientes cuando llegue el segundo intento de conquistar La Baja. El reto del lugar que con su belleza te dice que pares a explorarlo.
En Mexicali me espera Nadia, una vieja amiga. Me da un tour personalizado, llevándome a probar la comida china, la gastronomía más típica de Mexicali. Quién lo habría dicho.
Efectivamente, el sazón de los chinos poco o nada tiene que ver con toda la comida cantonesa previamente probada, aunque por su precio, prefiero los buffetcitos de las plazas chilangas.
También recorremos el barrio de La Chinesca, el lugar que alguna vez registró 10 mil chinos por menos de mil mexicanos y donde vivieron miles de ilegales bajo tierra, en un sistema de túneles que ahora son sótanos de tiendas de ropa y abarrotes a escasos metros de la frontera. En el mismo perímetro, edificios que fueron multifamiliares han quedado en ruinas.

La mayoría de estos chinos arribaron a este lugar como jornaleros de la Colorado River Company y fueron durante la época de prohibición en Estados Unidos, traficantes de alcohol y opio.
 Abrirse paso a través de matorrales espinosos, 
sufrir hambre y pernoctar al sereno, 
desgastándose la vida con sudor y sangre, 
en la desolación, transcurre el tiempo.
Solo, miserable, toda una vida
es la del joven emigrante,
quebrado por los años, no puede regresar a su tierra,
separado por mares y cordilleras, lejos está.
Eleva su mirada al cielo y se pregunta:
¿Se disipará la angustia que llevo dentro?
Poema inscrito en el edificio de la Asociación China de Mexicali

La compañía de Nadia además de agradable, es de mucha ayuda. Me conduce al paseo por el muro fronterizo que no son para nada aquellas láminas polvorientas que vi en Tijuana. Desde los carriles que van hacia la Aduana se aprecian estructuras metálicas que no habría creído que son la división entre dos países y sus respectivas realidades. Mientras tanto, Nadia cuenta que prefiere ir a hacer su súper a Caléxico por la calidad de los productos a menor costo. Cuando va de compras, vive precisamente una embarrada de cada realidad, a diario, apenas cayendo en cuenta.
Bajamos el atascón de comida china caminando por el campus de la Universidad Autónoma de Baja California que está rodeada de vecindarios apacibles con muchas casas estilo victoriano y calles tupidas de árboles.
Abandono Mexicali con otra mentada de madre que es pagar el autobús hacia Ensenada.


ENSENADA

Ensenada es una chulada. Bien cara, pero chulada.
En esta ciudad me espera Michelle, quien durante las horas en que la conozco, no transmite más que buena onda. Vive en una casa de interés social a las afueras de Ensenada con sus dos hijos y asegura siempre sonriente que no le incomoda que de vez en cuando lleguen extraños a guarecerse en su techo.
"Me da mucha pena pero es que no hay agua, aquí solo hay agua cuando llueve, es un problema bien fuerte, pero el gobierno solo le da agua permanente a los de los fraccionamientos de clase alta", platica entre los cuchicheos de sus niños, escondidos detrás de una esquina de las paredes.

Descanso necesario. Despertamos para llevar a sus niños a la escuela. Antes de entrar a trabajar, Michelle me lleva a la parte más alta de este puerto al que llegaron Salvador y Victoria, los primeros buques europeos, aunque no fue sino hasta la llegada de Sebastián Vizcaíno, décadas después, en 1602, cuando este puerto adquirió importancia.
Una panormámica exquisita y una despedida.

A bordo de su auto, mi anfitriona se pierde entre las calles mientras comienzo a caminar rumbo a una base de taxis para negociar mi transporte a Valle de Guadalupe.
Ahí, Juan Carlos decide hacerse mío durante todo el día a bordo de un Escort medio destartalado, aunque su tarifa no es ninguna oferta, ya que me sangra varios cientos de pesos. De otro modo no lo lograré, ya que no hay autobuses disponibles y me propongo tomar lo suficiente como para que me encarcelen si me ven manejando así. La primer parada obligada son los viñedos de L.A. Cetto, donde uno de los descendientes de Luis Alberto Cetto explica la historia del lugar en mirrrey avanzado, (ese extraño idioma parecido al español pero con papa en la garganta). El tour que consta de visitar los viñedos, bodegas y tienda boutique en donde explica que desde 1928 son la vitivinícola más grande de México.


Conozco bien los vinos de esta marca, así que no significa ninguna novedad hacer la cata, además que recuerdo que en Oxxos de todo el país se puede encontrar una de estas botellas, así que de aquí también salgo ileso.
Los aplausos, en ovación, se los lleva el viñedo Casa de Doña Lupe que se ubica pasitos delante de Cetto. Ahí coincido con una pareja con la que charlo al calor de la cata. Nuestro barman da más que solamente las catas de rigor y lo agradecemos con una propina bien ganada, probablemente la única que no me dolió el codo durante todo este viaje.
Un rato después estamos bebiendo Cabernets, Merlots, Cabernets-Merlots, Garnachas, Zinfandeles, Rubys y Nebbiolos, además de una tabla con quesos, aceites y aceitunas producidos en el huerto de Doña Lupe, con ganas de quedarnos ahí lo que resta del día.
"Antes le vendíamos la uva a Domecq, pero hace unos años dijimos "pues vamos a hacer nuestros vinos", y así empezamos con este proyecto", dice una mujer entrada en años que resulta ser la mítica Doña Lupe en persona.

Nos cuenta que el valor agregado de su menú es que no utiliza fertilizantes para hacer su vino exquisito, cuyo costo va de los 180 a los 400 pesos, además que también ofrece lasagnas y pizzas a precios muy razonables sin perder el distintivo casero. Bueno, bonito y barato.
Esto está a punto de convertirse en una peda, pero nos restan las delicias de El Sol De Media Noche y Los Rusos, a donde Juan Carlos me lleva siguiendo la camioneta de esta pareja. Hace falta estómago e hígado, pues ambos valen la pena visitarse tanto por su vino como por sus bocadillos.

Es justo después de recorrer cuatro de las docenas de tiendas y viñedos que me convenzo que Valle de Guadalupe no es un lugar al cual ir solo y menos para un solo día. Es un paraíso diseñado para la glotonería y los amigos. Al volver, acompañado de cuantos pueda, el desquite será implacable.
La Bufadora, ubicada al otro extremo de Ensenada, es una maravilla natural única en el mundo. Aunque parece un géiser, no lo es. El chorro que escupe a más de veinte metros de altura es una extrañísima coincidencia en la que un acantilado y el nivel del mar, tienen que estar en posición para dar paso a esta chulada. Lástima que para llegar a La Bufadora se tenga que cruzar docenas de puestos en los que te puedes sacar fotografías con leones enjaulados, además de los escalones que llevan a un mirador que le restan misticismo al lugar.


GUERRERO NEGRO
Los poco más de 600 kilómetros que preceden a Guerrero Negro son un viacrucis. El autobús, carísimo, ha salido tarde y me sorprende la mala actitud de los choferes que detienen en cada poblado. Paran donde se les antoja y tardan peor que suegra con cálculos renales.
"¡Voy a cenar!", exclama el operador de la línea, sin que ningún pasajero haga aspavientos. Como en mi pueblo se dice que a donde fueres haz lo que vieres, no me bajo a hacerla de jamón con todo y que el pinche chofer se tarda como una hora en lo que a mi parecer, debería ser una torta y un chesco al mismo tiempo que maneja.
Arribo a Guerrero Negro al amanecer con un solo objetivo: la salina más grande del mundo. En la oficina de una de las empresas de ecoturismo comienzan a desilusionarme al ver que soy un viajero solitario, pero lo verdaderamente aguafiestas es que amanece lloviendo.
"En Guerrero Negro hay un micro clima muy particular, rara vez llueve, a lo mejor dos o tres veces al año", dice el hombre tras el escritorio con el acento de quien no le importa que el tiempo avance. La mala noticia aquí es que el agua reblandece las salinas y no hay modo de accesar, razón por la que no logro llegar al lugar que produce 7 millones de toneladas de sal al año en una extensión de 281 kilómetros cuadrados de salinas concesionadas a japoneses.
Mi premio de consolación serán las Dunas de Don Miguelito. Al estar a 10 kilómetros de distancia sobre senderos que desconozco y para los cuales no hay salidas, otro taxista me hace la faena.
Poco antes, me obliga a visitar la Isla de las Aves, un lugar sucio y feo que no merece mayor comentario.
Me doy vuelo en este lugar que lleva el nombre del señor que hace décadas hacía comilonas de tortuga caguama, especie que por cierto, ha desaparecido de la zona.
"Todos los domingos, mi papá me traía a comer con Don Miguelito, hacía un caldo de caguama que para qué le cuento", dice mi taxista. Ese cabrón Don Miguelito ya no me cayó bien.
Aquí, abrazado de los tentáculos del desierto, estoy a punto de perder la noción de la ubicación al momento en que, hipnotizado por las dunas, camino observando las marcas de la marea alta en este laberinto que va más allá de donde la sola mirada alcanza.

Siento bruma, como si Unamuno acabara de escribir mi historia y fuera una versión posmoderna de su personaje Augusto Pérez, sin el tiempo necesario para reconquistar lo perdido. Pensando inútilmente entre dunas en mi Eugenia Domingo del Arco.
¡Ah, Eugenia!, ¿qué ocurrirá cuando Dios deje de soñarnos?
El taxista, creyéndome extraviado, emprende mi búsqueda. Le respondo a nuestro encuentro que nada más me gusta quedarme embobado contemplando las primeras dunas que he visto en mi vida.

Serpenteo en la arena hasta que llego a la orilla de la duna. Una orilla que va creciendo, comiendo el poco verde que queda a su paso. Un tentáculo extendiéndose.
Al regreso al pueblo, antes de emprender la huida por la frustrada operación salina, hago los honores en los mariscos del Güero Chucky, recomendación de mi amiga Anita, quien vivió un tiempo en este lugar luego de casarse.
La comida, además de estupenda, es entretenida. El Güero Chucky está a medios chiles luego de haber cheleado todo el día. Su voz se barre mientras manda a su vieja por otra caguama.
"Le decía yo a mi vieja, híjole vieja le decía, me chingo el colado si te traes otro cartón de cheve", recuerda respecto a la construcción de su casa al mismo tiempo que mezcla un Vuelve A La Vida. Porque el Güero Chucky además de marisquero, es un albañil bien chingón.

Habría tenido que esperar al menos tres días en este lugar para intentar entrar a la salina.

SAN IGNACIO
Entrado en plena Reserva de la Biósfera del Vizcaíno tengo otro sueño que cumplir y no hay modo que no lo logre. Me cuesta otro asalto llegar a la misión de San Ignacio Kadakaamán, que en 284 años de historia parece que no ha crecido más que las tres cuadras a la redonda. 

No sé qué estaba pensando el jesuita Francisco María Piccolo al pasar por aquí. Quizás su señal fueron las palmas de dátiles o el río cristalino que atraviesa el pueblo que conforman un oasis.
La carretera desde Guerrero Negro es una delicia. Enormes extensiones de cactus se posan bajo nubes en las que es muy fácil encontrar formas y evocar sueños.
Un grupo de viajeros españoles me permite ir a la laguna de San Ignacio por 60 dólares con la empresa Kuyima. De haberme habilitado la Van para uno, habría sido una mentada de madre la tarifa. Pero no hay precio que pague ver a las criaturas más grandes del planeta después que cruzan 15 mil kilómetros de océanos para reproducirse en este remanso de la península.
Tarda unas dos horas entre terracerías llegar a la laguna de San Ignacio, embarcamos en dos pangas a observar milenios de memoria genética moverse juguetonamente y escupir agua del lomo.
Ahí, el capitán de la tripulación explica el proceso de apareamiento en el que dos ballenos se dan a una ballena a la vez. ¡Hasta los cetáceos practican el threesome!. El esperma más fuerte fecundará a la hembra que alcanza las 30 toneladas pero que se mueve con la agilidad de una mariposa. Cada macho ayuda al otro a lograr el acto coital. El puro trabajo en equipo.

Kuyima es un ejemplo de lo que sí se debe hacer en un lugar como este, ya que son extremadamente respetuosos de las normas ambientales y cuidan nunca exceder el número de pangas permitidas en la laguna. Por razones como esa, son miembro activo de la Alianza para el Turismo Sostenible en Sistios de Patrimonio Mundial. En sus instalaciones, muy limpias y ordenadas, hay campamentos de biólogos e investigadores, también viajeros sonrientes a los que parece que el tiempo no les importa un bledo.

El pequeño detalle con Kuyima es que sus tarifas son demasiado elevadas para el jodido promedio. Ofrecen por ejemplo, expediciones a las sierras de San Francisco y Santa Marta a más de mil dólares por persona. Y uno aquí peleando cada centavo. Chale.
La salida de San Ignacio es otro broncón. El autobús viene retrasado, razón por la que pierdo más de medio día sentado en la estación, si es que a este cuchitril se le puede llamar parada de autobuses. Y si al precio del transporte no se le puede llamar un asalto. Gracias a la tardanza, me la pelaré durísimo con la intención de visitar la iglesia diseñada por Gustave Eiffel que está en Santa Rosalía y mi siguiente escala tendrá que ser Mulegé. Serenidad y paciencia, Solín.

MULEGÉ
No me entretengo demasiado en el pueblo, ya que sé que la maravilla en esta parte de la península son sus playas. Otro guajolojet lentísimo me deja en playa El Burro después que el chofer se baja a tomar el lonche a la mitad del trayecto.

No trespassing. Private property.
Supongo, sin tener certeza, de que estamos en playas públicas. Como se puede, me brinco un par de cercados hasta tener contacto con estas hermosísimas playas. La mayoría de las cabañas son de gringos sangrones de edad avanzada o de misters que rentan por semanas o meses las playas para estacionar sus campers, dedicándose a la pesca.

Degusto un ceviche exquisito mientras charlo con Carlos, un pescador que ofrece tours hasta para ocho personas que suenan a un alucín. Por 2 mil pesos, pasea hasta ocho personas en la Bahía Concepción.
"Me llevo mis cosas en mi hielera para llevarlos a partes de la bahía que no hay una sola alma, anclo el bote y me meto a sacar la botana, unas almejas así, hermano", dice mientras pone los dedos índices a unos 20 centímetros de distancia.
"Más fresco no se puede, ahí les preparo todo al carbón, el callo de hacha también, ustedes ya nada más se llevan su cheve o lo que quieran tomar", indica el pescador, quien asegura tener el mejor trabajo del mundo en medio de la carretera más bonita en la que he transitado y a la cual también tengo que regresar algún día, acompañado.

Mi salida de El Burro es otro huacal de verdura desperdiciado. El único camión que pasa durante el día, viene con unas tres horas de retraso. Alzo el pulgar y consigo que otro pescador me de aventón, al menos hasta la desviación a La Higuera, donde tampoco hay nada ni nadie.
Perdido en medio de nada, con escenarios que parecen salidos de la carícatura del Correcaminos y el Coyote, el gris del pavimento se desenrrolla hasta donde se pierde la vista y hago el cliché de caminar por en medio de la carretera. Desolación en su estado primigenio y un sol desgraciado en lo alto. Unamuno se aparece de nuevo. Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte.

LORETO
Arribo a la misión de Loreto molesto con manecillas y centavos que he perdido con el puto transporte público, la escasa ayuda de la gente o las malas caras de los prestadores de este servicio. Pero no hay con quién estar enojado sino conmigo, así que rápido me contento tomando en cuenta de que rentar un coche habría multiplicado los gastos.

El bastión del sacerdote Eusebio Kino no tiene más que un centro coqueto, ya que el resto del pueblo está a merced de gringos caradenalga que no saben dar ni los buenos días. Yo sé que allá afuera hay miles, quizás millones de estadounidenses amables, educados y sonrientes, pero en Baja llevo de todas todas de puros malos modos. Esta reflexión no busca estereotiparlos e insisto en abordarlos hasta que encuentre algunos que sean buena onda.
Camino en este lugar que fue la capital de las Californias durante un siglo, hasta 1777 y fue la más importante de la veintena de misiones del Padre Kino, cuyo nombre devino en el vino más chafa de la región. Da la impresión de estar en un pueblo fantasma en cuanto se sale de las callecitas del centro, ya que la mayoría de los propietarios son gabachos que solamente llegan en verano. Su malecón, aunque lindo, ha perdido feeling provinciano. Se percibe un notorio proceso de modernización tanto en la bahía como en el centro del pueblo, donde hay restaurantes bien producidos de cocina italiana y francesa, salvo un par de ejemplos mal logrados de comida típica mexicana en los que suena La Bamba a todo volumen.
Loreto queda ligeramente por debajo de la expectativa, aun cuando se viaja sin mayor expectativa. No minimizo su belleza, simplemente es una percepción viajera.
A la mañana siguiente, bebo café delante del estero en el que unas aves revolotean en las ramas de un árbol caído.

De aquí también parten expediciones al corazón del Vizcaíno a razón de cientos de dólares. En lugar de eso, abordo el siguiente autobús, que también sale retrasado. He perdido tanto tiempo, que leo por segunda vez en este viaje "El Hombre Que Fue Jueves", antes de perderlo precisamente al bajar de este camión.

LOS CABOS
La siguiente escala es Ciudad Constitución, donde me espera mi primo Alejandro. Han pasado 15 años sin verlo, razón por la que la relativa prisa en mi trayecto se debe a que tenemos fecha, lugar y hora para encontrarnos.
Pone una cerveza en mi mano al tiempo que arrancamos camino a Los Cabos a bordo de su nave. ¡Un coche, finalmente!
Tardamos horas y unas cubas para tener una embarrada de actualidad. Alejandro trabaja para Cabo Adventures, una de las empresas de turismo más importantes en Baja California. Me da ligera pena disfrutar de todos los beneficios de un familiar bien conectado en el mundo turístico. Todas sus atenciones se van en risas, bromas, bien comer y bien beber, además de dormir en una cama decente.
Me hace la visita al acuario en el que Nacho el delfín me pone una buena zarandeada, también visitamos su antojo favorito, en San José del Cabo, que son almejas chocolatas recién pescadas en un puestito barato muy informal pero delicioso. Esto es lo mero mío.

El constante correr de chela hace que cualquier momento esté a punto de convertirse en una parranda y eso ocurre precisamente en el Mango Deck, donde no me pega la gana tomar el bote que me lleve a tomar la fotografía que todos tienen en sus muros del Feis, en El Arco.
Ocupo un día de cruda y hueva hasta recobrar el brío que me llevará al Outdoor Zipline Adventure.
En el camino obtengo una perla por parte de mi Van llena de melenas güeras, una vez que Sweetie queda encantada porque en México hay saltimbanquis en los semáforos para que no te aburras esperando la luz verde como cortesía al visitante.

"Oh my gosh, look, they have entretainment in every corner! Mexican hospitality, honey!", exclama con voz chillona, dirigiéndose a su esposo. ¡¿Es neta!?, pinche gringa babosa.
"Actually, they do that for living…", respondo amablemente ante el gesto incrédulo de la chava y la inadvertencia de los guías que se hacen como que no oyen.
El Outdoor Zipline Adventure me hace sentir como en Plaza Sésamo. Todos y cada uno de los guías están capacitados para tratarte como un verdadero tarado. Logran su cometido al tener a un pequeño pelotón de güeros gritando por todo y repitiendo hasta el cansancio que its the craziest thing I´ve ever done, mientras comemos un snack de lo que estos compas creen que es el guacamole. Cositos.
El recorrido está chido, sus tirolesas están suaves y todo el equipo que prestan es de primera, hay puestos de hidratación cada cinco minutos, el paisaje vale la pena, el transporte no tiene queja al tiempo que el personal es muy fijado en que ningún visitante salga con un raspón en la rodilla. Aunque quedo lejos del estatus de Cocodrilo Dundee, recomiendo este tour ampliamente… para niños. (Lo disfruté, pues)


LA PAZ
No contento con la visita al delfinario de San José del Cabo y los juegos de cuerdas, Alex me manda al tour de tiburón ballena, en La Paz. Qué experiencia.
También soy el único turista mexicano en este grupo de unos 15 gringuillos. A todos les resulto una novedad porque además les entiendo y hasta platico con ellos. No me llames frijolero, pinche gringo puñetero.
Durante el trayecto en la Van Mercedes Benz, los guías dejan claro que su mercado está en los extranjeros, pero les parece jocoso tener nacionales de vez en vez. 

El tour consta, además de pangas en muy buen estado, de equipamiento de calidad y un banquete en el que el trato es de lo mejor. La inversión es provechosa, ya que en un tris, nado junto a estas criaturas de más de diez metros de largo que habitan los océanos desde hace unos 60 millones de años con rémoras ceñidas a su cola. Ma-ra-vi-llo-so.
En el trayecto de vuelta a Cabo, hacemos una escala en Todos Santos, el lugar donde se extinguieron las tribus pericúes en el Siglo 18 a causa de las epidemias que trajeron los conquistadores españoles. Nada, salvo algunos vocablos que no constituyen el lenguaje original, quedan de los pericúes.
Ahora, Todos Santos es otro pueblo dominado por locales de artesanías y mexican restaurants donde suena y resuena La Bamba y Guantanamera.
Converso con John from Arkansas durante la espera a que nuestros compañeros compren souvenirs en el Hotel California. Queda sumamente sorprendido de saber que en este lugar habitó una tribu muchos siglos atrás y que éstos fueron descendientes de los nómadas que vinieron desde el estrecho de Bering, que por aquí pasaron invasores franceses, estadounidenses y chilenos. También queda perplejo al saber que en México hay cerca de 70 grupos étnicos vivos y una veintena ya extinta, como los pericúes.
Aun queda más sorprendido al explicarle que Guantanamera es una canción cubana y La Bamba solamente es representativa en esta parte del país, pues hay al menos una docena de géneros musicales típicos mexicanos y ambas canciones, no son nada representativas entre docenas de otras que sí lo son. Toma nota en su ipad de las cosas que le digo que busque para que se de un quemón de cuán chingón es el país que está visitando y lo invito para que se aventure lo más al Sur que pueda. Hasta que me tocó un american citizen buena onda en este viaje. Muy simpatico John from Arkansas.
A propósito del Hotel California, John y su chica también llegaron atraídos por la idea que liga este lugar con la famosa canción de los setentas, aunque ahí quien los desilusiona es uno de los guías, pues les explica que no hay conexión alguna comprobada entre el hotel y The Eagles. It´s a shame, Margaritou.

La primer visita a Baja está por concluir al pasar por extensiones de tierra con cactus en forma de tenedores del tamaño de los postes de luz. 
Sé que, huyendo quizás, vendré a encontrarme nuevamente a Baja o a atar al menos un cabo más sobre mi historia, en Los Cabos.
A la vuelta a San Lucas conozco a la hija de Alex mientras no me alcanzan las palabras para agradecer todo lo que ha hecho por mí y todo lo que me ha enseñado, incluyendo el aventón que me da al aeropuerto. No terminaré de darle el golpe al smog, de vuelta en el DF, cuando ya esté en camino hacia Veracruz para las fiestas del Día de la Candelaria, en el siempre hermoso Tlacotalpan. Pero esa es otra historia
Hasta pronto, Baja.