domingo, 29 de junio de 2014

La Paradoja Del Árbol

¿A dónde voy?, ¿de qué estoy huyendo?, ¿qué estoy buscando?
No se trata de dudas existenciales púberes, sino del profundo gusto que tengo por viajar solo, con todas sus implicaciones. Siempre que quise perderme en este hermoso país, no esperé nada de nadie. No habría conocido tantos lugares de haber suplicado y solapado estilos de viajar a la onda gran turismo, con hotelotes con albercotas y un batallón de lacayos sirviendo bebidas y vendiendo cómodos tours con cupones de descuento incluidos para restauransotes.
Pero a lo largo de todos estos años de miles de kilómetros acumulados sin compañía, no puedo dejar de tener momentos en que me cuestiono los motivos por los que no he podido dar un codazo a alguien para hacer de ese gusto, una situación compartida.
Porque de la mayoría de esos momentos memorables no tengo ninguna fotografía, aunque a veces cambiaría todos los clicks mentales por tener atesoradas anécdotas de las que alguien más pueda dar fe. De poco o nada sirve que haya visto esas expresiones de vida, si únicamente he podido guardarlas en mi alma.
¿Hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie para escucharlo?.
De esas andanzas no sé ni cómo describir la tormenta eléctrica con lluvia de estrellas simultánea que vi en Mazunte, Oaxaca, ni hacer creíble a los demás el arcoiris que vi a medianoche en Real de Catorce, San Luis Potosí. Tampoco las luciérnagas que me envolvieron entre campos de caña de azúcar, en la selva baja de la Huasteca, ni el amanecer más bello que he visto, en Bacalar, Quintana Roo, ni el ocaso precioso aquel, en San José del Pacífico, Oaxaca.
Aunque he disfrutado cada lugar que conocí llegando de aventón, sorteando caminitos en automóvil o bajando de autobuses con el backpack a cuestas, he de confesar que me habría gustado gritarle a alguien y escuchar el eco en las paredes de los cenotes del Dzinup y de San Lorenzo Oxman, en Yucatán, me habría encantado haber abrazado a alguien después de una de las pruebas físicas más duras a las que me he enfrentado, en el vacío de Totomochapa, o haber bebido un café en compañía en Coyametla, luego de cruzar acampando, la Sierra de Zongolica.
También pienso que debí haberme sacado una foto con alguien en el Cerro de La Bufa, Zacatecas, o acampado en la Lacandona chiapaneca junto a un calor que duplicara la humedad para que después me acompañara a caminar por los andadores de San Cristóbal. O a echarse un clavado conmigo, en las cascadas y pozas de Oxchuc, Welib Ha y Misol Ha.
Me faltó un hombro, y al mío le faltó ser apoyo, durante los panoramas exquisitos en la carretera transpeninsular en la que crucé todo Baja California, de Tijuana a Los Cabos. Y habría encontrado consuelo a la bruma que sentí al observar los tentáculos del desierto en Guerrero Negro. Aquella ballena gris no me habría empapado a mi solo en San Ignacio y habría tenido a quién apretar los cachetes por la emoción de tener de frente a un tiburón ballena, en La Paz.
Sin tirarme al piso del drama, fantaseo en cómo habría partir en dos el taco de birria más rico que he probado en mi vida en Lagos de Moreno, Jalisco. O alguien sintiera el mismo miedo de cuando una ola se metió a la carretera mientras pasaba el campamento de Aak Bal, en Campeche, durante el viaje en que recorrí nueve estados para ir a la boda de mi gran amigo Raymundi.
Cuánto tardaría en describir todo lo que vi en siglos de historia por Cantoná, Tajín, Papantla, Santa María Atzompa, Lambityeco, Yagul, Mitla, los kilómetros interminables de selva en Calakmul, Becán y Balamkú. Palenque, Toniná, Bonampak, Lacanjá Chansayab y Yaxchilán. La Ruta Puuc, Chichen Itzá, Dzibilchaltún, Tulum, Cobá y Ek Balam. La Malinche, Cacaxtla y Xochitécatl. El Tepozteco y Xochicalco.
Que alguien cantara conmigo las cumbias de Mike Laure, la discografía de Pink Floyd o buscar estaciones de radio locales, riéndonos de los comerciales de tlapalerías al cruzar carreteras del Istmo de Tehuantepec, la Sierra Gorda o la Sierra Nororiental de Puebla. Tomarnos selfies en las paradas del Corredor de Montaña, en Hidalgo, los Tuxtlas veracruzanos o en las carreteras de El Bajío y hacia Occidente, donde parece estar uno en una pintura de José María Velasco.
Caminar, esperando o apurando para ir al mismo paso en los centros de lugares como Mérida, Oaxaca, Villahermosa, Orizaba, Campeche, Aguascalientes, Zacatecas, Tlaxcala, Guadalajara, Puebla o Monterrey, admirando la arquitectura de antaño, comiendo en cada mercado y haciendo la plática a quien se dejara sobre la marcha.
Quedarme dormido, o dejar dormir a alguien más en las piernas, contemplando el mar desde Ensenada, Nayarit, Guerrero, Colima, Tabasco o Yucatán. Pasar horas viendo correr agua en el Salto de Eyipantla, el Usumacinta, Cosamaloapan, Atlahuitzia, Celestún, Tixinhu, Costa de Oro, Mineral del Chico, Cuetzalan o Mulegé.
No lamento ninguna de estas aventuras, por el contrario, le agradezco a la vida haberme colocado en cada una de ellas. Es sólo que dentro de toda la felicidad que me ha dado conocer México han existido pequeños momentos tristes en los que al voltear a un lado, nadie ha estado para compartirlos.
El próximo viaje, ojalá sea y pueda dar un codazo junto a un exclamo: "¡mira, qué belleza!".