martes, 22 de diciembre de 2009

El Encuentro II

La consecución de azares que me habían traído hasta Zihuatanejo también tenía una manda. 14 años atrás, en las playas de Ixtapa, había vivido las últimas vacaciones junto a mi padre y la caminata hasta donde se suponía estaba aquel hotel consumió gran parte de un día que interrumpió la diversión encontrada en una charla con dos rucos a toda madre.

Y sí, a la llegada a Ixtapa todo había cambiado. Los hoteles eran más altos, los restaurantes más suntuosos, el número de turistas gringos aumentó igual que los precios, las playas se volvieron privadas y el nombre de aquel hotel fue devorado por una de las grandes cadenas turísticas. Pero no me iba a ir sin regalarme ese atardecer.

Ahí, el encuentro consistió en repasar cuán afortunado fui de tener el padre que tuve y todo lo malagradecido que uno puede ser en la adolescencia. Lloré toda la tarde, sentado en la arena en que mis padres disfrutaron sus últimos atardeceres juntos, mientras fantaseaba con mi papá vivo a los 65 años y cuán diferente sería el mundo con 14 años más de la historia que se detuvo el día que volvió al polvo.

Pero sobretodo fantaseaba con la idea de cargar su equipaje y llevarlo a comer todo lo que los achaques le permitieran, aunque seguramente el viejo seguiría siendo un roble y no le habría aguantado el paso.

El chiste es que, como pocas veces, tuve la certeza de que todos estos años después, la semilla que Juan de Dios García Mondragón trascendió a los años hizo a cuatro personas decentes con todo y sus montañas de defectos.

Un buen pensamiento, el mejor de todos, para el viejo… mi viejo.

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