jueves, 10 de diciembre de 2009

Aventuras Tribuneras

Cuando el tiempo se cuenta en torneos me gusta recordar situaciones que por ejemplo, se dieron en la época de mi vida conocida como el Verano de 1998, cuando me debutaron en Primera y pocas semanas después el Toluca salió campeón después de 23 años de vacas flacas. Qué año aquel.

Desde entonces mi placer por el deporte de los tarados en cuyos botines se deposita la esperanza de millones de aficionados vio de todo. Un buen día dejé de hondear esa bandera, simplemente porque según yo comprendí el juego, pero como diría Fabio Morábito, seguí embelesado como idiota con esos pasesitos geométricos.

A lo largo de muchos años fui cientos de veces a estadios en todo el país por el torneo local y seguido por televisión un número incontable de partidos con camisetas de todos los colores provenientes de todas las ligas que la televisión de paga puede ofrecer, amigos, cerveza y pizza o soledad en una noche de desvelo incluidos.

El gusto por el juego del hombre, pues.

Por eso mientras estuve paseando en Buenos Aires, Argentina, no perdí oportunidad de ver a la albiceleste de Diego Maradona y al Independiente de Américo Gallego.

Vaya experiencia, porque curiosamente llegué en el mismo vuelo que el rival en turno de los locales, la selección peruana, con quienes se jugaba la penúltima fecha de la eliminatoria el mundial sudafricano.

Mientras algunos aficionados se acercaban a Norberto Solano en las llegadas internacionales, la otrora superestrella del futbol peruano firmaba revistas, pero cuando hurgué en mi equipaje, la estampita de Solano, entonces jugador del Newcastle United, se había ido a la basura muchos años antes.

A la entrada al Estadio Monumental de Núñez para presenciar la angustia nacional de saberse casi marginados del Mundial de 2010 no tenía ni idea de lo que me esperaba con la hinchada argentina.

En la cancha, el llamado mejor jugador del mundo daba pena. Desde la tribuna Sivori una afición harta de sus representantes observaba la lejanía del Lionel Messi blaugrana, como si la raya blancas y celeste en el pecho le quitara sus superpoderes. Gonzalo Higuaín apenas pasó de panzazo con el 1-0 en el primer tiempo, ni qué decir de la tímida marca de Gabriel Heinze, las piernas cansadas de Rolando Schiavi y los yerros de Pablito Aimar. Una caricatura de la poderosa albiceleste.

En la tribuna mientras tanto, el aliento de un estadio se transformó en reclamo: -¡pongan huevos, la puta que los parió!-, y el no menos melodioso –jugadores, la concha de su madre, a ver si ponen huevos, que no juegan con nadie-

Al poco el pronóstico del tiempo atinó y sobre el cielo bonaerense caía una tormenta de tinte devastador. La cabeza de Hernán Rengifo empató para Perú sobre la hora y cuando en todo rostro argentino se dibujaba el desencanto y la eliminación del Mundial empapaba igual que la lluvia, un cruce de Martín –siempre Martín- hizo de la velada algo digno del recuerdo.

A los 93 minutos con 10 segundos del partido, Martín Palermo, el criticado delantero de Boca Juniors, supo hacer lo suyo, empujarla.

Y el delirio.

El gol de Palermo no nació de un trallazo premeditado con el balón rodando en el césped después de una estupenda gambeta, ni tampoco fue una gallarda acrobacia aérea en el área grande... le pegó con lo que pudo, como de costumbre. Palermo, siempre Palermo, el que igual los hace de nalga que de nuca, nana o buche. Golazo che.

Quién sabe cuántos fueron. Jóvenes, viejos, bellas mujeres, todos se abrazaban como si fuera el esperado reencuentro bajo una lluvia torrencial y en la cancha la banca argentina encabezada por el Diego lo festejaba como en el 86. Algo de comedia rosa para ver un domingo por la noche.

-¡¡¡Ché loco, que golazo!!!- gritó un anciano mientras me abrazaba. No terminó el viejo de soltarme cuando ya estaba en brazos de otro enloquecido que colgaba de mi cuello, y así varias veces.

En los túneles de salida del estadio, con choripan entre los dientes y atorados en el tráfico de Avenida del Libertador, todos hacían escarnio del paupérrimo planteamiento de Maradona en la cancha y no dejaban de alabar a Salvador Palermo, el mismo jugador que en otra eliminatoria erró tres penales en un mismo partido.

Del delirio nacional pasé a la amargura local.

En pleno Día de la Raza, River Plate e Independiente se jugaban el orgullo en el mismo Estadio Monumental. Yo terminé brincando en la popular local mientras River no tenía argumentos ni para darle batalla a los Gallos Blancos de Querétaro. En serio.

Del lado rojo, Américo Gallego hizo casi una copia al carbón de sus equipos campeones (el mismo River Plate, Newell´s Old Boys, Independiente y el Toluca) con cuatro al fondo, tres haciendo malabares entre la lateral y la zona de enganche, dos volantes al frente y uno clavado en punta. Entre cánticos esbocé una sonrisa al recordar que este mismo técnico hizo campeón al Toluca sin centro delantero. Un grande el Tolo.

Los goles de Darío Gandín, Ignacio Piatti y Andrés Silvera en el primer tiempo fueron todo un pinche baile al equipito de Leonardo Astrada. Que juego efectivo del rojo de Avellaneda, jogo bonito que le llaman. Y ni aunque Marcelo Gallardo descontó por los millonarios sobre la hora, la hinchada cambió su rictus de enojo con todo y que alentó como si el equipo peleara el campeonato y no el descenso.


A la mañana siguiente, en las andanzas hacia Chacarita, un express doble y dos diarios aportaron el resto de los detalles. 153 detenidos de la barra de Independiente y algunos destrozos de las gallinas, el escándalo con el Ogro Fabianni, la ruptura de 13 años de hegemonía millonaria y otras tantas letras.

Vaya pasión, pero esa mañana yo estaba por ir a ver a otros muertos que no deambularan en una cancha, en el Cementerio de la Chacarita.

Carlos Gardel, Aníbal Trolio, Jorge Newbery, etcétera, ¡ay perro!

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