lunes, 25 de agosto de 2014

Sentirse Extranjero En México

Hace un calor bárbaro cuando aterrizo en Pahuatlán, el pueblo donde convergieron totonacas, nahuas y otomíes. Vengo de Zacatlán y mi destino es Xicotepec, cruzando la sierra poblana. Es muy cerca de ahí, en Atla, donde siglos de historia me devoran hasta llevarme a este viaje fantástico en el tiempo. 
La pequeña comunidad de Atla va en mis recuerdos como uno de los lugares donde más me he sentido extranjero recorriendo mi país.
La jornada inicia con un almuerzo de tamales y jugo de jobo en Pahuatlán, el lugar donde según las leyendas, los frailes agustinos casaron a 50 hombres nahuas con 50 mujeres otomíes para aligerar las rencillas étnicas que datan de cuando las tribus totonacas abandonaron la zona.
Pahuatlán existe oficialmente desde 1862, pero ya en 1532 había sido fundado por frailes. Esbozo épicas aventuras pensando en lo complicado que es llegar vía carretera a este pueblo enclavado en las montañas, pues hace siglos el trayecto en caballos y mulas debió ser una auténtica proeza. Con este pinche calor todavía más.
No toma mucho caminar el centro y sus lindas callecitas aledañas en las que hay talleres de peletería y bodegones de café en este lugar en el que los asuntos citadinos parecen nunca haber llegado.
Entre todos estos locales, cascadas de piedras descienden por las calles debido a que desde su nominación como Pueblo Mágico, Pahuatlán recibió una buena lana para que lo arreglen, así que están emparejando calles y banquetas que han de darle otro toque.
Comienzo a pedir referencias para ir a San Pablito, uno de los lugares donde se elabora el papel amate desde los tiempos en que los antiguos plasmaban palabras pintadas, lo que es lo mismo, los códices.
Pero una charla a un costado del kiosko de Pahuatlán da un súbito vuelco a esta visita. En lo que dura un helado en cono, converso con un carnal al cual pregunto sobre la tradición de los voladores, luego de ver que a un costado del Templo de Santiago Apóstol hay un tronco de estos enormes en el que los súper héroes locales descienden en círculos.
"De hecho yo soy volador, pero ando de descanso", repone mi interlocutor, quien en lugar de lucir su atavío tradicional, trae puesta una playera azul cielo que dice Aeropostales. Vaya alegoría.
"Me toca volar la semana que entra", dice, quizás sin notar mi ceja izquierda bien levantada. Su papá, tíos, abuelos, todos en la familia han sido voladores. "Y los papás de ellos creo que también, eso nos platicaban".
Entonces, lo que empieza como una charla informal termina dándome el código para abordar la máquina del tiempo y probar suerte de ver la tradición viva existente en la zona que fue parte del señorío de Totonacapan, cuna de los voladores.
"Mis primos también son voladores, si quieres, aquí adelante hay un pueblo que se llama Atla, hoy es la fiesta del pueblo y ahí van a volar ellos… te echas un molito", indica sin dejar de decir que me acompañaría de no ser porque tiene que salir del pueblo.
Me quito entonces la idea las opciones de San Pablito, el mirador de Ahíla y el Cerro del Cirio. Me toma una media hora de terracerías llegar a Atla. Durante el trayecto, ancianos vienen y van, solos, deambulando entre la maleza, a veces en caminitos escarpados que parecen no llevar a ningún lugar. 
Autobuses abandonados entre maleza. El panteón de la comunidad que se confunde con las milpas da la sensación de estar siendo devorado por otro mundo. Qué emoción.
Pese a que me estaciono a un par de cuadras de la Iglesia, todos notan mi presencia, el color de mi piel y mi estatura. Y eso que no he sacado la cámara para tirar unos clicks.
Es incómodo en principio. Aun cuando se quiere pasar desapercibido, no se puede. Cada palabra en nahuatl me distancia más y más, pero sonrío y procuro cruzar palabra con quien se deje. Al poco se van llenando las calles de los vecinos de la zona para comenzar los festejos.
Se me cae la baba al entrar a la Iglesia. Y se me pone la piel chinita al recordarlo.
La parroquia dista mucho de las joyas arquitectónicas y artísticas de la Puebla de los elegantes ángeles, hasta en eso hay una brecha enorme. 

Sus arreglos para la festividad, nunca antes vistos. De cada imagen religiosa penden finos listones con bordados de pan de amasijo. Cada retablo se reviste con flores, hojas de maíz, peras y piñas. Del techo cuelgan pencas de plátano. Copales, inciensos, aromas de café y chocolate. Observo una de las pocas esculturas de un santo con el deliberado semblante indígena. El sincretismo religioso en su acepción más pura.
Comienza el ritual con media docena de jóvenes arrancando con la danza, a todas luces de estilo prehispánico. El mayordomo, con una pequeña flauta y un tamborcito, va dando pauta para que los ídolos católicos salgan cargados en hombros, como cada año, a recorrer las calles del pueblo. No me sorprendería que las diócesis oficiales consideraran esto paganismo y herejía.
Hubo algún desperfecto con la colocación del tronco para los voladores. No habrá vuelo, pero a cambio, los jóvenes ofrecen bailar sin parar hasta entrada la madrugada. Absolutamente todos se suman a la peregrinación.
Al regreso de los ídolos a su recinto, arranca otro ritual igualmente fascinante. Nunca creí que vería en vivo una Danza del Tejonero. Nunca me sentí tan extranjero conociendo mi país, pienso al tiempo que evoco a Descartes. Quien emplea demasiado tiempo en viajar termina siendo extranjero en su propio país.
Una docena de ancianos ataviados en faldas, máscaras y paliacates bailan en torno a una cortina circular de la que salen marionetas aplaudidoras. Siglos después, el ritual al maíz en el que se ahuyentan los espíritus del pájaro carpintero y el tejón para salvaguardar la cosecha, continúa viva. ¡Viva!
De a poco me sumerjo en la fiesta en la que todos forman parte. Aunque hay quien me invita a danzar, alguien con autoridad en el tema le responde que no tengo los méritos para hacerlo, así que aguardo mientras arranca el festín de comida en el que también termino invitado. En este sí participo cobijado por sonrisas que me ponen una pieza de guajolote con el mole rojo más delicioso que he probado y tacos de carnitas. Pulque y Big Cola para acompañar.
A un costado de la Iglesia, el zumbido en náhuatl de un grupo de personas da la sensación de ser parte de la celebración en la que huacales llenos de guajolotes hervidos, frijoles y cestos de tortillas hechas a mano se apilan junto a petates, molcajetes y tinajas. La mujer frente a la que como me dice en español a medio hablar que habría sido una ofensa muy grande no aceptar la comida. "Aquí comen todos, es la fiesta, ¡mamá, más frijoles!". No mamar, qué belleza, ¡cuánta fortuna he tenido de llegar a este lugar!
Un puñado de niñas en traje típico pasa corriendo junto a mí, todas con canastas llenas de alcatraces. No se me están haciendo las de cocodrilo, nada más es una de las fiestas más bonitas que he presenciado, metiéndose en mis ojos.
Un par de ellas piden permiso a sus madres una vez que les pido que se estén quietas un minuto para tomarles una foto. Las señoras asienten, intercambiando sonrisas con el forastero. Al poco también bailan junto a otras niñas un poco más grandes de la Telesecundaria de Atla que prepararon un número de lujo para la ocasión.
Salgo del pueblo antes que se consume la noche. Aunque también quedo invitado al baile, sé que los ríos de alcohol que ya corren entre los hombres pueden devenir en alguna malacopés sobre este forastero. Porque en este México no queda más que ser expectador y maravillarse, pero sin molestar. Por si fuera poco, me arde la cara de vergüenza de solo hablar español, cuando casi nadie acá lo masca.
Cae la noche sobre Xolotla, en plena sierra, con apenas la luz natural necesaria para echar la tienda de campaña y pensar en cuán provechosa puede ser una nieve y una plática, dejándose llevar por corazonadas, comprobando que el humano es tan diverso que basta perderse pocas horas para hallarse en nuevosmundos / viejosmundos, maravillado por la sensación de descubrir mundos dentro de mundos. Una ecuación fantástica.
A la mañana siguiente, después de cruzar caminitos terrosos inhóspitos, tendré que encontrar el asfalto prometido de la carretera Huauchinango - Xicotepec, la puerta de salida de este fabuloso viaje en el tiempo. Y ahí, un café mañanero con vista a la presa de Nuevo Necaxa. A ver mapa, ¿a dónde me llevas ahora?

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