martes, 5 de agosto de 2014

El Parhíkutini

No era el fin del mundo, era el nacimiento de un volcán.
Dionisio Pulido fue el primero en verlo emerger de la tierra. Era un 20 de febrero de 1943 cuando el piso se estremeció y comenzó a escupir fuego hasta transformarse en este hermoso cono en los bosques de la nación purépecha.
Durante los nueve años, once días y diez horas en que emergió, el volcán Paricutín, no dejó de maravillar al mundo. El primer volcán visto por el hombre desde su parto. Y una erupción de emoción conocerlo en persona, treparlo, frotar su ceniza entre los dedos.
De acuerdo con las crónicas, los habitantes de San Juan Parangaricutiro y Paricutín no tuvieron el interés ni la emoción que vulcanólogos, periodistas, genios del pincel como Diego Rivera y Dr Atl o curiosos como yo. Para ellos era el fin del mundo venido en 1943. Una calamidad enviada por Dios por su mal comportamiento y las viejas rencillas vecinales.


Para llegar a sus faldas hay que partir de Uruapan, la autodenominada capital mundial del aguacate. Este pequeño coloso de 365 metros de altura se ubica en la localidad de Angahuan, a unos 150 kilómetros de Morelia, para lo que hay que invertir cerca de tres horas para tenerlo a la vista y un tiempo considerable más para escalarlo.
No hay autobuses y los taxis son abusivos ya que nadie ve a Angahuan si no es por su atractivo natural. Se trata de un pueblo lodoso con caminos mal trazados en el cual se levanta una iglesia de estilo morisco muy bonita, pero no tiene comercio o transporte público como la mayoría de los pueblos de la región.
 En este caso, un automóvil es la opción.
"Cuando hizo la erupción muere todo. Muere el campo. Se llena de ceniza. Se muere todo. La tierra no sirve. Campesinos mal. No hay trabajo", dice Miguel en un español apenas comprensible.
Si no asistes a la escuela, es muy probable que no aprendas más que el purépecha, me explica. Él aprendió español para comunicarse con los turistas, pero le cuesta mucho más darse a entender con los extranjeros.
"Turistas buenos. Turistas dan dinero para comer. Campo no es bueno ahora", dice al tiempo que recuerda que sus faenas en los huertos de aguacate no le daban para sostener a su esposa e hija.
Retoma la idea de mi pregunta sobre lo que le contaron sus abuelos sobre la erupción que cambió la vida en los alrededores.
"Tierra muere. Pero después florece. Las frutas se dan, la verdura se da. Siembra el aguacate. El aguacate se vuelve mucho". Y es que de un año a otro, el suelo comenzó a ser fértil hasta convertirse en el vergel que es hoy día.
Almuerzo abundantemente antes de lamentar que la rodilla no me permitirá buscar la cúspide localizada a unos 12 kilómetros con el puro sudor de mi frente. Para ello, acuerdo un trato con Santiago, quien ocupa sus dos caballos y todo el día para ser mi guía a cambio de 400 pesos.
Santiago no sabe explicar nada sobre las actividades locales o la historia del lugar. Tampoco sabe los números, excepto los que vienen pintados en los billetes, por lo que nunca lo hacen güey con el cambio. El lugar más lejano al que ha ido en su vida es Uruapan, a menos de 50 kilómetros. Pero se sabe perfectamente las rutas y los atajos en torno al volcán y con eso me basta.
Me conduce rodeando las tres capas de lava que sepultaron dos pueblos, exceptuando la torre principal de la iglesia de San Juan.

Ahí, me acompaña hasta uno de los cráteres menores que expulsan vapor, a un costado del cono principal del más joven de los ejemplares del eje neovolcánico mexicano. La tierra todavía cruje vomitando pequeñas ráfagas de calor, dando muestra que está tan vivo como en 1952, cuando oficialmente se apagó. Una maravilla.
Emprendo a solas la conquista de la cumbre. El camino es sumamente difícil. Al arribo, jadeando, me encuentro con una densa nube y un aguacero en marcha. Comprendo que llegué hasta este lugar y no podré admirarlo, sabiendo que hay esfuerzos que tienen otro tipo de recompensa, como quien lucha hasta que cae en cuenta que el golpe final es dejar las cosas por la paz.
No lamento el suceso. Por el contrario, me siento agradecido mientras me empapo y veo el resto de los cerros desvanecerse entre nubes al descenso.
Al regreso cruzamos el sendero entre la lava petrificada cuya entrada es un letrero que indica que el pueblo de Paricutín está 30 metros bajo rocas volcánicas.
Santiago se queda con su compadre mientras me adentro entre las olas de magma que dieron lugar a esta preciosidad, aunque para los papás de mi guía fue todo un trauma haberse mudado a 33 kilómetros de distancia, a San Juan Nuevo, donde él nació.
Las cifras recabadas indican que ninguna persona murió durante el nacimiento de este volcán, aunque la tragedia no fue menor para los indígenas purépechas para los que la vida nunca volvió a ser igual.

Se hace tarde en Angahuan y encuentro un campamento que lleva el nombre del pueblo. A cambio de cien pesos me hospedo en la única troje original que queda en kilómetros a la redonda y saboreo un trozo de carne que apenas un día antes estaba pastando en el campo.
"La comida siempre así, no hay refrigeradores. Todo fresco, del día", espeta Miguel antes de despedirse.
Podría quedarme otra tarde entera observando la secuela del apocalipsis ocurrido en este lugar donde el único trazo de civilización restante es la torre principal de la Iglesia.
Hasta siempre, Angahuan.



No hay comentarios:

Publicar un comentario