sábado, 9 de agosto de 2014

Zongolica

Un pequeño país dentro de un Estado que a su vez, podría ser otro país en México. Esa es la impresión que me dejó la Sierra de Zongolica.
No es fácil decidirse a encontrar esta maravilla natural, alejada de todo y de todos, sobretodo por la escasa información que hay sobre lo que ofrece y el tiempo que ocupa para dar por conocido, además de las incomodidades para el turista promedio. Pocos lugares me han tocado de la manera en la que conecté en Zongolica. Nunca, la incomodidad, tuvo semejante confort.
Es precisamente un café que tomo desde mi punto de partida, en Orizaba, para decidirme a explorar Zongolica. Durante una parada en la barra de café de la Hacienda de Coyametla que se localiza en Orizaba me platican sobre el lugar y el grano exquisito que produce.
De este lugar proviene el Café Tatiaxca, ganador del premio al Mejor Café Base en el Concurso Mundial del Barista de Islandia, en el 2004, además de los cafetales Vivendi y de Adán Altamirano, todos acreedores a galardones por su fina cafeína. Además, me explican que el lugar es un paraiso natural. Así que una semana disponible y un motor recién afinado me llevan a la que algunos llaman La Ruta de la Niebla, que empieza a solo 37 kilómetros de Orizaba sobre una carretera escénica.

Llego al pueblo de Zongolica prácticamente a ciegas. En la presidencia municipal no hay quien de pistas sobre lo que hay tras estas montañas.
Luego de comprar pan de amasijo de a peso la pieza, una mujer dice que busque a Manuel, un par de cuadras detrás del Ayuntamiento, en la calle Azueta. "Él es el único que conozco que se mete a las cuevas".

Manuel Fuentes Ayohua es un tipazo. Entre semana es maestro de escuela en una comunidad rural en el área de Tezonapa a la que solamente llega en motocicleta. Algunos fines de semana los ocupa para llevar a aficionados a los deportes extremos o a colegas espeleólogos a explorar el vasto universo de conexiones entre boquetes y laberintos subterráneos.
Charlamos largamente sobre todo lo que hay que visitar, experimentando la primer ráfaga de emoción. Una semana no me bastará para ver todo lo que deseo. Me muestra algunas de sus fotografías de celular y lo primero en lo que me atasco es obre el boquete de Popocatl, no puedo esperar para llegar ahí. También aprovecharemos el día para visitar la cueva de Totomochapa que queda en el trayecto.

Normalmente no hace viajes para una persona, pero le apasiona tanto el tema que hace una excepción, además que es sábado y cualquier cosa es más divertida para él que quedarse encerrado en casa. Este es de los míos.
Otro rato más de charla, Manuel me invita a quedarme en su casa para ahorrar tiempo. La salida será a primera hora.
Esta mañana, se me seca la boca al ver el boquete que se abre ante nosotros luego de librar un fino sendero entre maleza. Mientras coloca cuerdas, mosquetones y prepara los arneses, Manuel me explica que haremos unos 35 metros de rapel a unos 75 grados de inclinación entre rocas y cerca de 50 más en tiro vertical.
"Sí, vertical quiere decir que no hay donde apoyarse, tu vida depende de la cuerda", dice luego de ver mi cara de incredulidad. Me cago pa´ dentro.
Me cuenta que es hasta cierto punto normal que la gente se raje ya que le ve la altura al lugar en el que hay un río subterráneo como premio del descenso.
Sé que no es cosa del otro mundo, pero para un miedoso del vértigo y de mediana a mala condición física se convierte en una de las cosas más osadas que he hecho. Me pego dos cachetadones y me repito que ya estamos aquí, además que Manuel hizo un viaje para uno. Nolesaque.

El descenso es maravilloso, soltando gritos que tienen tinte de miedo en proceso de ser superado. El final de la línea es un espejo de agua que sabe a gloria después del sudor provocado por la humedad del lugar.
La tortura es el ascenso. Levantar mi peso con la fuerza de un cuarto de zancada a la vez, hace que a la mitad del trayecto tenga las dos piernas calambradas y me paniquee un poco el tema que estoy colgado de una cuerda, a 30 metros de altura, subiendo escasos centímetros después de cada esfuerzo que casi me deja sin aliento. Popocatl es una de las tonterías más hermosas que he hecho.

Totomochapa nos sirve, además de visitar la cueva, para conseguir una comida reconfortante en una cabaña aldedaña. Ahí me cuentan que cuando azotan las lluvias, el boquete de casi ochenta metros de profundidad, se llena hasta hacerse una alberca.
Me quedaré en el sillón de la casa de Manuel, quien promete que si tomamos una siesta decente, por la noche podremos ir al botanero del lugar a beber cerveza para proclamar este triunfo.
No contento con el numerito, otra aventura nos espera realizando un tour cantinoso que incluye caguamas, riñas entre borrachos de pocamonta y ficheras, lejísimos de la civilización. En ninguno de estos lamentables espectáculos me revuelco, pero tengo un profundo sentimiento de agradecimiento con Manuel, ya que ha hecho de esta velada un manjar antropológico.
El bullicio del tianguis dominical nos despierta. Indígenas de varias comunidades vecinas "bajan" al pueblo a vender lo que cosechan en sus patios traseros. Racimos de vainilla recién cortada ¡por 20 pesos!, café de todas las variedades, fruta y verdura, guajolotes de cabeza, amarrados de mecates. En un rincón de la plaza principal, observo hombres intercambiando mercancías. El trueque es muy común en la zona, me explica Manuel.
"A mucha gente no le interesa llevar dinero, a donde van no les sirve de nada", menciona aludiendo a los costales y las bolsas de mandado que se llevarán los caballos.

Me quedo pensando aun más largamente sobre el valor de las cosas en esta Sierra al momento que, en el interior del Ayuntamiento, me muestran algunas de las monedas que acuñó uno de los 400 sacedotes insurgentes de la Nueva España, Juan Moctezuma Cortés en el año de 1812, con denominaciones de 4 y 8 reales.
De acuerdo con las crónicas, Moctezuma Cortés probablemente fue descendiente directo del emperador azteca Moctezuma Xocoyotzin, pero lo verdaderamente importante de su paso por aquí, fue la fundación del pueblo en 1807 y la acuñación de esta moneda, luego que se robara un cargamento de 52 mil pacas de tabaco de la región y se viera forzado a circular una moneda local debido a la prolongada lejanía con las capitales. Me explican que el valor histórico actual de estas monedas, es incalculable, pese a que están solamente detrás de un cerrojo en el corazón de este pueblo, cuyos primeros moradores fueron las tribus nonoalcas, a principios del Siglo 12.

Me pierdo un par de días en la Sierra, cruzando pequeños caminitos junto a enormes desfiladeros. La esquina de mi expedición es la cascada de Atlahuitzia y su caída de 130 metros de altura, nutrida del río Altotonga. Las últimas tres horas antes de llegar a ella están plagadas de senderos desdibujados por la maleza, ya que los deslaves han hecho este lugar todo un reto para su acceso. 


Durante todo este trayecto no me cruzo con una sola alma y sé que si me lesiono, no habrá a quién avisarle, por fuerte que pueda gritar. Mi autito, convertido en Jeep, se quedó muy atrás, en el corral donde Don Felipe y sus niños Miguel, Edson y Yair me dejaron acampar y su mamá me preparó huevos con ejote, tortillas de nixtamal propio y jugo de naranjas recién cortadas del árbol a cambio de 50 varos que fueron 100 por puro agradecimiento.

Atlahuitzia va siempre en mis recuerdos como una caída de agua que me dijo de todo. O era yo, hablándome de cosas que ya pensaba, pero que no salieron hasta que estuve a los pies de semejante maravilla.


Por la noche, las siluetas en la selva parecen banderas hondeantes, pero no son las que uno ve cuando llega a su meta, sino que son la salida hacia el próximo destino.
Me embarco en el Río Tonto. Le llaman así porque parece un remanso, pero es muy profundo y debajo corre a gran velocidad. "Es Tonto porque a muchos los ha hecho tontos, los ha matado", dice Esaú, el amigo de Manuel que me contactó para ser mi guia en esta parte de la Sierra.
Cargamos la balsa durante unas dos horas para llegar a la boca de este río subterráneo que también es bellísimo. A la salida tengo la sensación de estar naciendo, de estar rompiendo un mundo para crear uno nuevo (Hesse dixit). 


También pienso en todos los mundos que han existido en este lugar, luego de ver fósiles sobre las paredes de estas cuevas.
En mi trayecto hacia la Hacienda de Coyametla, tiendo la casa de campaña en Rancho La Playa. Ahí, su anfitrión me recibe con plátanos sabor manzana y café de olla.
Son las nueve de la mañana y estoy sudando. afortunadamente, Rancho La Playa está a orillas del remanso de otro río. Un rato después arribo a Coyametla, donde me dan viada para meterme a la capilla e ir a los cafetales, además de visitar los almacenes de caña de azúcar. La hacienda en un ensueño para cualquiera que piense en el retiro, aunque también estoy seguro que la vida aquí es un comienzo.

En el trayecto de salida también me cruzo con numerosos motivos de festividades religiosas convertidos en hermosos retablos con palma, bugambilia y cucharilla, al tiempo que visito las cascadas de Coxole. 

Sé que tengo que regresar en algún momento para visitar el Boquerón, Macuila y Chicomapa. Manuel dice que me espera para entonces y yo espero, con muchas ganas, volver a estar entre platanares y cafetales, lejos de todo y de todos.
Hasta siempre, Zongolica.

2 comentarios:

  1. es un lugar maravilloso, yo solo tuve oportunidad de conocer el boqueron pero entrar ahi es una de las coas mas desafiantes que he hecho.

    ResponderEliminar
  2. Muy bonito lugar.
    Sólo un detalle, esas monedas son falsas, es decir, sí existen los reales de Zongolica, se conocen sólo 5 en el mundo de 8 Reales y sólo 1 fotografiada de 2 reales, pero esas que tienen en el ayuntamiento son falsas. Supongo que alguien se las donó creyendo en su autenticidad pero desafortunadamente no lo son.
    Saludos.

    ResponderEliminar