sábado, 21 de noviembre de 2009

Miguel Ángel

Sabía que la vuelta al trabajo me serviría de terapia ocupacional, pero no contaba con que ni el rush de adrenalina borraría ciertas añoranzas.
Un joven murió con mis manos encima.
A toda velocidad perseguí una ambulancia después del reporte de una riña con al menos un herido de gravedad. Aquella tarde no teníamos portada así que poco importó el tráfico y las calles de terracería posteriores por la localidad de Capultitlán.
Las zancadas terminaron al llegar a una escena en que la gente observaba incrédula a Miguel Ángel con un piquete en el pecho.
Tres fotos.
-Ponte unos guantes, ¡pero en chinga!-
Al subir a la ambulancia a captar la imagen que nos daría la portada, Miguel Ángel perdía poca sangre, pero los paramédicos sabían lo que se avecinaba.
La sirena comenzó su canto y conmigo todavía a bordo, emprendió la carrera al hospital. Dos patrullas nos escoltaban. Miguel Ángel había perdido la riña y estaba a punto de entregar su vida como aval.
Me puse los guantes. Eché a andar el aspirador, aseguré uno de los cinturones a la camilla, pasé jeringa y vendoletas. El verdadero trabajo lo hacía un héroe anónimo vestido con un casco y una cruz color rojo.
Mientras sostenía su cabeza, lo que quedaba de Miguel Ángel me vomitó en medio del vaivén de transpiración y la tensión de sirenas, topes y tráfico.
Embarrado de manos y camisa, yo no dejaba de hacer ascos. Porque si hay un estímulo que no soporto es un olor nauseabundo.
Miguel Ángel cayó en paro cardiorespiratorio. Sí, mientras le sostenía la cabeza.
Los intentos paramédicos por devolverlo fueron inútiles. Muy probablemente tenía el pulmón perforado, que sé yo.
Con la ambulancia todavía a toda velocidad, los golpes en el pecho convertidos en RCP cesaron con pupilas negras completamente dilatadas.
Y así, acariciando la muerte con las manos vomitadas, el rush de adrenalina no acababa de borrar ciertas añoranzas.

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