jueves, 26 de noviembre de 2009

El Viaje Sin Retorno

Un 20 de abril, Julia Mondragón Valdés partió al viaje sin retorno. Al viaje al que nos envió a todos los que la amábamos. Fue un sábado en el que papá nos había llevado de paseo a Ixtapan de la Sal. Cuando llegamos a casa, Julia, la nieta, estaba en casa esperándonos con un gesto que entonces no supe interpretar. Esa tarde vi por primera vez a papá gemir de tristeza. Después de quitarse el sombrero y abrazar a mamá supe que algo en nuestras vidas cambiaría para siempre. Mi abuela había muerto.

Justo ese día, recién con 13 cumplidos, conocí a la muerte.

Durante el funeral todo fue lágrimas, rezos ininteligibles y cuchicheos. Entre las pláticas de los mayores escuché ecuaciones hasta ese momento desconocidas: averiguación previa, declaración preparatoria, abuso de confianza, homicidio. Cuando me contaron parte de la verdad quería saber más, aunque ahora sé que era mejor no hacerlo.

El cuerpo de Abue Julita fue el primero que vi sin vida en toda la mía. Del féretro de madera asomaba la cabecita blanca que tantas veces abracé, pero esta vez no tenía sus anteojos ni la mirada llena de dulzura.

Estaba como dormida.

Horas después, en el cementerio, también vi los restos de Alfonso García Manjarrez, mi abuelo, envueltos en una sábana. Hacía una década había cambiado la carne por el polvo. Seguía siendo increíble escuchar sus huesos entrar al ataúd donde el cuerpo de Abue Julita aguardaba por sumergir en la tierra cuando sus restos mortales volvieron a juntarse.

Al regreso del cortejo los más tristes éramos los nietos. Melchor, uno de mis favoritos de entonces, me tomó por el hombro y me explicó que la muerte es un paso en el orden natural de las cosas, cuya llegada además es lo único que todos tenemos por cierto. Estoy seguro que el corazón de Abue Julita habría de latir mucho tiempo más, como si los 81 años no le fueran suficientes. Y claro, en el orden natural de las cosas no suponía un crimen. Después del shock que representó ver a mi padre teñido de dolor también vino el primer odio. El odio que hasta hoy, 17 años después, no tuvo un rostro o una imagen. El coraje contra un rostro anónimo que se llevó en cada uno de nosotros y por ende cambió el rumbo de nuestras vidas, llevándonos a este viaje sin retorno.

Claro que en días como hoy me gusta más pensar en la casona estilo californiano de la Colonia San Bernardino, en las noches de mole y tamales, en las vísperas de año nuevo, en los sillones rojos y las alfombras percudidas, en los cumpleañeros pasteles de maíz, las piletas llenas de botellas y el naranjo cubierto de catarinas, las macetas vomitando amapolas, las camas rotas por un puñado de diablos brincoteando, en la vieja televisión Hitachi, el molino de café y la virgen del siglo 19 colgada a un costado de su cama, pero sobretodo en la alegría que representaban los domingos que en cuanto la puerta se abría, unos críos emprendían la carrera para llenar de cariños a la abuela. Y luego, a mi padre saludándola de doble beso. En la mano y en la frente.

-¿Qué pasó jefa?-

Un pensamiento, el mejor de todos para Abue Julita… 17 años después.

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