lunes, 12 de julio de 2010

Ganas De Pintar

A propósito que hace rato se terminó el Mundial, cómo me encantaría saber pintar para ponerle marco a mis sueños.

La relación entre la temporada pambolera y la habilidad para pintar viene a colación del despertar del fin de semana que me dejó engarrotado en la cama viendo un tímido sol colarse por las persianas.

Un canto. Un escenario de tonos exclusivamente azules y ocres tiene a un hombre en una de sus esquinas. Es un hombre que peregrina, como cientos, en un césped angosto.

¡Plop!

El escenario es un viejo inmueble, una de esas extrañas combinaciones que resultarían de cruzar un descuidado estadio sudamericano con la nostalgia de una cancha de madera de las divisiones inferiores del futbol británico.

Es una cancha angosta, con tribunas tan altas que se pierde perspectiva. En un tris la hinchada abarrota las bandejas con tal arrejunte que se vuelven espirales. El hombre, absorto, mira desde el campo ese océano de azules/ocres y enmudece ante los cantos que no le permiten ni escucharse cuando está gritando.

La expectación ante lo que miles han de ver hace que columnas y escalones se derritan lentamente con la llegada de banderas y el aumento de los cantos de los que no se alcanza a distinguir idioma.

¡Plop!

Asombrado, sombreado, el hombre observa cómo cimbran los contornos del estadio con semejante atiborre y comprende la expectación en torno a dos escuadras que jugarán el juego jamás creado y su importancia. Lo único que se sabe es que los jugadores están por saltar al campo.

Como si salieran expulsadas de su nuca, una ráfaga de serpientes blanquizcas irrumpe en el cielo. Se trata de los rollitos de papel que acostumbran dar bienvenida a los protagonistas del coliseo romano futbolístico de cada fin de semana. Globos que más bien parecen burbujas destellan un naranja intenso como el carbón en llama viva.

¡Plop!

El hombre tiene miedo en cuanto sabe que los jugadores están en el campo. No los alcanza a ver entre la angostura del campo y el mosaico de tribunas, manos y gargantas. Los peregrinos que lo acompañaban al principio de este sueño se han ido. Un enrejado impide cualquier salida.

El hombre, que soy yo, se da cuenta que él es el instrumento de juego, el banderín por conquistar.

Corro con desesperación pero no avanzo. Miro de reojo empapado de sudor, cagado de miedo.

¡Plop!

Una mano pequeña estrecha la mía. Es ella.

¡Plop!

La tímida luz de un nuevo día se cuela por las persianas. Envuelto en las cobijas sonrío. Putamadre, qué ganas de saber pintar.

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