martes, 27 de abril de 2010

Los Dentistas

Algunos de los peores días de mi vida los he pasado junto a un cirujano dentista.
Resulta que estoy en el tortuoso diván de mi tío Horacio después de escuchar que todos estos años después no tengo careadas las muelas pero sí necesito que me quiten el sarro. Pocas fobias son tan fuertes como ir al dentista y más difícil después del último trato que tuve con uno.
La explicación no es complicada. De muy niño me sacaron tantos dientes que cada visita al tío era un auténtico penar, aun cuando se tratara de solo taparlos. Recuerdo con tal nitidez las promesas a mamá que me portaría bien siempre y cuando evitáramos la sillita del dentista.
Ya de más grandecito una dentista, sí, una de esas personas que se preparan para curar partiendo del dolor, también terminó taladrándome las entrañas.
Por eso esta tarde, en cuanto vuelvo a escuchar el sonido del aparatejo puliendo mis piezas dentales, el escalofrío deviene en un lagrimón que justifico como la sicología de la silllita del dentista.
Pero sentado ahí, todos estos años después de él y de la dentista, como si fuera un un pase mágico y por un brevísimo instante estoy sintiendo los taladros partirme en dos en las zonas más vulnerables de este pedazo de carne llamado Alfonso.
Con dientes y corazón subyugados, un titilo me tiene gimiendo y confundo qué es lo que me duele más y sus porqués.
Putamadre ¡qué dolor con esos dentistas!

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