domingo, 24 de octubre de 2010

El Final De Ese Viaje


Caminan hacia la puerta que lo ha de llevar a él a otros mundos, al otro lado del mundo. La puerta que también a ella la llevará a otra realidad, aunque se quede en este mismo lugar, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. 
Van de la mano. Sólo entonces él recibe el latigazo en el lomo. Ahora sí, de una vez por todas, esta puede ser la última vez que se vean en sus vidas.
Evita que lágrimas le escurran sobre las áridas mejillas. Esas lágrimas que creyó se terminaron después de tantos lamentos salados hechos a distancia, en silencio, sin que ella se enterara. Tanto dolor sólo se puede contestar con silencio.
Tenía que ser aquí, en la sala de un aeropuerto, justo en este lugar común que a él le sirvió tantas veces para el delirio. Justo en este rompecabezas de letreros que indican salidas para siempre y regresos llenos de expectativa. Justo aquí, en medio de los voraces duty frees, agentes policiales con gesto de cartón, compuertas automáticas, detectores de metal y cámaras de seguridad que capturan todos estos momentos inolvidables en la vida de sus involucrados.
Desde la primera vez que él cruzó por una de estas salas, en la niñez, pensó en la carga tan cabrona que puede concentrar un cuadrito de terreno, en todas las energías y vibras convergentes repetidas a diario, sin cesar, una tras otra. En todos y cada uno de los segundos extravagantes reunidos aquí. 
En el espejo donde precisamente nunca se vio fue en este; el de la partida, su partida; el del renunciamiento, su renunciamiento. Todo concentrado en este escenario, la compuerta aeroportuaria. Vaya alegoría.
Aunque poco después ha tratado de recordar las palabras que vistieron esta despedida, no hay éxito. Su voz, como en aquella mítica noche en un café de Coyoacán, sólo fue el instrumento que dio salida a un torbellino de emociones contenidas, todo condensado en una brevísima explicación. Una declaración absoluta.
Porque aun separados siempre guardó la pequeña esperanza de que el mundo diera un vuelco y pudieran encontrar la manera de volver a acomodarse. En cambio, pequeños rencores y chorrillos mentales llenaron sus tardes, y de todos modos siguieron separados. Un sueño guajiro, muy guajiro el suyo.
Guajiro porque los de entonces ya no son. Sin embargo, él ha tenido que agradecer a la vida que haberla conocido le significó el descubrimiento de un grado nunca imaginado de ilusiones, tan sólo por el hecho de ser la primer mujer con quien pensó envejecer y jugar a la creación haciendo personitas a su imagen y semejanza.
Lo que el tipo no sabe es si efectivamente lo que su ex le dice a modo de despedida es auténtico. Si lo da por verdad, otra enredadera crecerá en su pecho. En cambio si reniega, qué egoísta. Aguanta sus palabras con todos los dientes y se concentra en el vuelo que lo ha de llevar a conocer otros mundos.
Por eso se atiene a que todo este asunto de partir es su particular versión de los hechos. Y aunque por siempre le va a lastimar aquella imagen en que la vio en otros brazos, entre otros desaires, sí, prefiere quedarse con lo mejor de ella. Prefiere quedarse con lo mejor de él, esa versión ejemplar de hombre que fue mientras la tuvo consigo.
Le platica además que si llega a ser cierta esa esotérica promesa de pasear en flashes toda la vida un instante previo a la muerte, ahí va a estar su silueta acompañada de dulces madrugadas vestidas con voces de trenes. De paso le recuerda que la soledad no es el mejor estado de nadie. Se lo dice él, quien habría estado dispuesto a pasar todo lo que pasó y un poco más con tal que la vida le pagara con su compañía.
Y como no cree en absolutos, le explica que si bien esta es una despedida ya no puede sostener que sea para siempre, porque como uno dice se desdice, porque la improbabilidad también es un escenario posible. En esa misma improbabilidad se enamoraron en las tardes de octubre.
La puerta 24 de la terminal aérea abre sus fauces para devorarlo y posteriormente vomitarlo en otro mundo, pero poco antes un beso cauteriza toda emoción contenida, por pequeña que fuere.
Este, el último, es el beso que no alcanza para romper la aleación de fuego y piedra que lo abrasó desde que su corazón fue roto. Agradecido queda de saber que todo queda, y a la vez pasa. 
La voz en off en la terminal aérea anuncia el último llamado para abordar. Sueltan sus manos mientras él no da vuelta, sino que da pasos hacia atrás, a sabiendas que son los primeros de muchos de los que dará en el resto de su vida, cada vez un poquito más lejos. Vestida de gris y negro, ella se va haciendo chiquita al tiempo que pasajeros y azafatas entrecruzan esta línea imaginaria, haciendo intermitente esta última imagen tatuada en el corazón. Llora como niña extraviada, inmóvil, buscando la silueta de él. Llora como nunca la vio llorar.
Un pequeño impulso le sugiere regresar por otro beso, un ultimisimísimo que pueda romper el desencanto, pero ambos saben que último hubo uno, mucho tiempo atrás, antes de que una noche de cumpleaños, él perdiera la razón por no saberse acogido y que terminó con un tipo ingenuo sin saber actuar, además de la rabia subsecuente que llevó como apellido Autodestrucción Total.
“Qué difícil es despedirse”, dice a los agentes aduanales mientras se enjuaga las lágrimas. A lo lejos, a través del sonido del lugar, David Gahan canta.
Don't say you want me. Don't say you need me. Don't say you love me, it's understood. Don't say you're happy, out there without me, I know you can't be 'cause it's no good
Sentado en el lugar del asiento 19A del vuelo 10/08 de Lufthansa no puede dejar de sollozar. La azafata le ofrece ayuda y basta con una mirada para explicarle que su padecimiento no la tiene.
Camina ahora, solo, por las calles de ese otro mundo y justo al salir de la estación del subterráneo cuyo nombre es un reto a la dicción, se pone a escribir sobre el viaje que ha emprendido y que le ha hecho emprender. El viaje donde cada quien se las arregla por su cuenta y que únicamente en la improbabilidad infinita volverá a ser uno solo.
¡Hasta siempre!

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